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8 noviembre, 2018

El sistema de justicia y las mujeres indígenas

Alberto Chirif analiza el asesinato de la sabia indígena Rosa Andrade Ocagane y la inacción de la justicia en este caso. Hay que «enfrentar y derrotar el racismo y el machismo», afirma el antropólogo.

Foto: Alberto Chirif

A raíz del asesinato de la sabia indígena Rosa Andrade Ocagane, CHIRAPAQ solicitó al antropólogo Alberto Chirif, quien ha acompañado a la familia de la víctima y hecho esfuerzos por visibilizar el caso, su perspectiva acerca de la falta de protección por parte del sistema de justicia hacia las mujeres indígenas.

Escribe: Alberto Chirif

La falta de protección en el sistema judicial es un problema general, aunque la desprotección se agrava si la víctima es mujer y además indígena. La canción de Rubén Blades, “Desaparecidos”, se refiere a personas secuestradas por las dictaduras que nunca vuelven a aparecer y a las que solo raras veces se les hace justicia. El coro de la canción pregunta: “¿Y por qué es que se desaparecen?” y el cantante responde: “Porque no todos somos iguales”.

No obstante que la canción da cuenta de una realidad específica, esta pregunta y respuesta son perfectamente aplicables al caso de doña Rosa Andrade Ocagane, de 67 años de edad, del pueblo indígena Ocaina, asesinada el 25 de noviembre de 2016, en su comunidad, Nueva Esperanza, ubicada en el río Yaguasyacu, afluente del Ampiyacu, en el distrito de Pebas, provincia de Ramón Castilla, en Loreto. Es decir, en un lugar cuya lejanía fue un criterio determinante en la actuación de las autoridades que debieron investigar el crimen.

En el Perú no todos somos iguales, y las desigualdades están determinadas por el acceso al poder, que depende de cuánto dinero tiene una persona. Doña Rosa Andrade poseía como mayor riqueza su alma hermosa, su simpatía y su sabiduría para vivir con alegría. Es decir, cualidades preciosas, inmejorables, pero ninguna con el valor de mercado que otorga poder a una persona en una sociedad marcada por las desigualdades, como la peruana. En esta, tener dinero convierte a una persona en respetable y digna de ser tomada en cuenta en caso de que sea víctima de algún atropello. Si el dinero le acerca a los círculos de poder político -ministros, altos funcionarios o al mismo presidente- la justicia le prestará mayor atención. Recuerdo el caso de un personaje amigo del expresidente Alejandro Toledo que sufrió el secuestro de un familiar. La policía en pleno se movilizó y lo encontró en tiempo récord. En cambio, otros que carecen de estos vínculos nunca llegan a encontrar a sus allegados, unas veces por falta de empeño de las autoridades y otras, porque estas obstruyen cada intento.

En el ejemplo que he citado, no cuestiono el resultado sino el método que privilegia un caso y olvida cientos igualmente dramáticos. Pero las relaciones de poder no siempre están al servicio de una causa positiva. Los recientes audios difundidos por los medios han dado pruebas irrefutables de algo que ya se sabía en el país: la corrupción en el Poder Judicial y la manera cómo asesinos, ladrones, violadores y todo tipo de delincuentes, negocian con sus colegas vestidos de jueces, las penas, los plazos, las inocencias y las liberaciones.

Doña Rosa, que en su corazón bueno no debe haber ni siquiera imaginado la existencia de tramas tan perversas, no fue víctima de una conspiración maligna de jueces que negociaron la libertad de su presunto asesino a cambio de dinero. Fue sí la victima de la sentencia pronunciada por Blades, de que no todos somos iguales, e instalada en la sociedad peruana. Fue víctima del loco que la mató (ninguna persona en su sano juicio hubiera podido cometer acto tan bárbaro contra una mujer buena e indefensa) y, luego, de un sistema establecido para cumplir con la apariencia de que el Estado está presente.

Una Policía aburrida en su emplazamiento, un triste recinto en Pebas, sin dinero para la gasolina que le permite trasladarse más de una hora hasta una comunidad que probablemente nunca ha visitado. Pero tuvo que ir para recibir al sospechoso que la comunidad, en la que todos son familiares, había capturado. Recogió el machete manchado de sangre del capturado, supuesta arma asesina, y lo envió, junto con su dueño, a Caballococha, ubicada a muchas horas aguas abajo de viaje en lancha de pasajeros. Allí funciona la Fiscalía que también cumple con el rito de la apariencia, de la fantasía, que satisface al Estado.

En la Fiscalía se interroga al sospechoso que dice que él no fue y que la sangre en el machete es de una animal que ha destazado. Listo. No se compara la sangre de la herramienta con la de la víctima ni, según la Defensoría del Pueblo, la que mancha la ropa del sospechoso con la de doña Rosa, cuyo cadáver tampoco es revisado para ver si tiene algún resto (cabellos, piel u otros) que permita establecer una relación con el sospechoso. Después de esta investigación, el Juzgado de Paz Letrado de la provincia declara infundado el pedido de prisión preventiva que había formulado la Fiscalía, y ante esto, esta última solicita archivar el caso. Y así se hace.

Lo concreto, sin embargo, es que doña Rosa fue asesinada. Si no fue el sospechoso, ¿quién fue? Los casos penales, a diferencia de los civiles, no son susceptibles de ser negociados entre las partes. En estos, el agraviado es el Estado que tiene el mandato, como fin supremo, de defender a la persona humana y respetar su dignidad. Así lo dice la Constitución en su primer artículo. Archivar un caso por flojera y por eludir las incomodidades de tener que investigar, actitudes que se manifiestan en este caso por tratarse de una víctima que reúne todas las características que identifican a los grupos más vulnerables de nuestro entramado social, es una actitud que abiertamente transgrede lo establecido en dicho mandato. Esas características son: indígena, mujer y sin poder. Son las que determinan que no todos somos iguales.

¿Qué debe hacer el sistema de justicia para evitar que sigan ocurriendo casos como este? Tal vez no sea una buena pregunta. Un poco más adecuado sería decir qué se debe hacer con dicho sistema para lograr ese fin, aunque la pregunta más precisa sería indagar acerca del tipo de sociedad que tenemos, que es la que permite que el Poder Judicial y el Estado actúen de la manera cómo lo han hecho, y preguntarse qué hay que hacer para cambiarla.

Y acá un paréntesis. Dentro del Estado han habido algunas voces fraternas interesadas en buscar la justicia, pero que se encontraron con el tapón, elaborado con una mezcla de indiferencia y racismo de quienes toman las decisiones, que bloqueó cualquier avance. Por parte de la sociedad civil, lamentablemente la actitud ha sido similar: informes breves, asépticos para cumplir con las formas, con el rito de la apariencia, pero sin ningún compromiso. Hubo excepciones, claro, y menciono dos: la periodista Rocío Silva Santisteban, que recurrió a cuanta instancia pudo para que se conozcan los hechos y se logre la justicia; y Chirapaq que se involucró sinceramente y puso su experiencia y prestigio en la misma dirección.

¿Qué hay que hacer para cambiar una sociedad que prejuzga a una persona por lo que tiene y no por su condición de ser humano, para enfrentar y derrotar el racismo y el machismo, para permitir un acceso equilibrado de sus ciudadanos al poder, el poder de alimentarse, de vestirse, educarse, vivir en un lugar digno, tener asistencia de salud y ser escuchado por las autoridades que administran justica? ¿Qué hay que hacer para cambiar esta sociedad desde sus raíces y lograr que la gente viva con alegría y esperanza?

No hay respuestas sencillas, solo un reto grande.