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11 agosto, 2013

Temple de india

“Debemos sacudirnos de la mentalidad colonial”, señaló Tarcila Rivera Zea, activista indígena y presidenta de CHIRAPAQ.

“Debemos sacudirnos de la mentalidad colonial”, señaló Tarcila Rivera Zea, activista indígena y presidenta de CHIRAPAQ.

Lima, 11 agosto 2013 (La República). Texto: Juana Gallegos. Fotografía: Laura Gamero.

Cuando llegó a la capital en 1950, Tarcila Rivera era una niña quechuahablante. Pronto se haría empleada doméstica. Hoy ella dirige una ONG que defiende los derechos de los peruanos de origen indígena. Su causa es un ejemplo de vida reconocido con premios internacionales.

Racismo, machismo, discriminación, derechos, empoderamiento, educación, cultura ancestral, conflictos sociales, son palabras que Tarcila Rivera repite con frecuencia. Tópicos de los que habla con periodistas, con políticos, con diplomáticos. En entrevistas, en conferencias, en asambleas de la ONU.

Tarcila Rivera, mujer de 63 años, 35 dedicados a los derechos de las comunidades indígenas. La voz tajante, las cejas arqueadas, algunas canas, trenzas largas. “Debemos sacudirnos de la mentalidad colonial”, opina cuando le preguntan sobre el racismo.

Tarcila no ve a las poblaciones indígenas como objeto de estudio. Ella es indígena y ha sufrido y ha gozado su condición desde que a los 10 años, siguiendo a su padre, dejó la comunidad de San Francisco de Pujas, en Ayacucho. Bajó de los 3.200 msnm, del pueblo que dependía de la lluvia, que no tenía agua ni luz, y cuando llegó a Lima se agarró del único destino posible para una niña provinciana: ser empleada doméstica.

Por eso sabe cuando habla de racismo. En países como el nuestro, recuerda, los indígenas tienen que vivir el doble para lograr lo que desean: les toma más tiempo terminar el colegio cuando en el colegio solo se habla castellano.

Les cuesta conseguir trabajo porque no tienen “contactos” ni “relaciones” en la ciudad. Pero Tarcila no se siente víctima. Asume una postura afirmativa, moldeada por el tiempo y por su madre. El tiempo se encargó de formarle el temple después de varios tropiezos. Su madre le decía: “Nunca esperes las ganas del marido para comprarte una pollera. Aprende a lograr las cosas por tu propio trabajo”.

Sí. Fue discriminada. También fue la provinciana recién llegada, la recién bajada. Tenía 12 años cuando las compañeras de su colegio, en Piñonate, descubrieron que sus tíos no eran sus tíos, sino sus “patrones”. Entonces la señalaron y llamaron “sirvienta”.

Era una adolescente cuando se fue a trabajar a la casa de unos ancianos en Miraflores. Allí le dijeron “para qué estudias si eres una indiecita”.

Ya era adulta y había estudiado Secretariado cuando se ganó una beca para estudiar Archivística en Argentina y sus compañeros, universitarios y licenciados, dijeron: “pero cómo le van a dar una beca a una simple secretaria”.

Con todo eso maduró y no se dejó avasallar. Postuló a la universidad para estudiar Antropología. No ingresó, pero consiguió trabajo de secretaria en el Instituto Nacional de Cultura. Empezó a volar. Se esforzó, aprendió a escribir mejor, a exigirse, con Martha Hildebrandt como jefa. Entonces tentó más becas. Postuló a cursos de Derechos Humanos. Uno de ellos en Canadá. Así empezó a adiestrar a Tarcila Rivera Zea, la activista indígena.

CHIRAPAQ

A mediados de los ochenta ya habían muerto 15 mil indígenas en medio del conflicto entre los militares y Sendero Luminoso. “Estas muertes significaban la lenta muerte de la cultura”, dice Tarcila. Muertos los viejos, ¿quién les transmitiría a las siguientes generaciones el conocimiento ancestral? Por ello en el 86 Tarcila forma el Centro de Culturas Indígenas del Perú, Chirapaq (en quechua: centellar de estrellas), una ONG que este año celebra veinte años de labor.

Su norte es la recuperación de la identidad cultural de la juventud indígena. Identidad que suele diluirse en promesas de modernidad. Porque cuando el hijo de un tejedor alpaquero de Ayacucho, dice Tarcila, se va Huamanga y se vuelve microbusero, pierde la lengua y el contacto con su conocimiento ancestral.

La tara mayor que se tiene que remover es la discriminación y el racismo, dice Tarcila. Los padres obligan a sus hijos a olvidar el quechua y a hablar castellano. Es su pasaporte para el “progreso”, mientras que las descendientes de indígenas que van a la universidad discriminan a sus familiares por considerarlos “atrasados”.

Ser indígena, amazónico o andino, añade Tarcila, no significa ser marginal o ser adornos de retablo. A los indígenas los suelen ver como los radicales que toman carreteras, o como gente con plumas y trajes coloridos. Estereotipos burdos de una sociedad conservadora.